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jueves, 12 de noviembre de 2009

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Mi río Yaque

Autor: Julio Gómez F.

¡Oh río Yaque!...
río manso de la Cordillera,
dormido en tu lecho angosto y milenario.
Tan lejano y anciano como el tiempo,
hoy pareces un enfermo
y siento que agonizas lentamente.

Río de mis ancestros,
ya no eres el mismo de ayer
cuando eras fuente de vida
de mis ancestros y de muchos pueblos
que hoy son solo la imagen
de un pasado que yace
bajo el lodo de la tormenta inclemente.

Lentamente se secan tus aguas turbias
que fluyen desvanecidas
como el sudor amargo de la muerte.
Hora tras hora languidecen contigo
indefensos labradores de la cuenca,
cansados de surquear con sus brazos sin odio
sus conucos sin pan.

El verano transcurre en silencio
y en la llanura seca florece,
año tras año,
un desaliento colectivo,
bajo un sol despiadado,
sin dueño ni descanso.

En tanto yo, con malicia infantil
recuerdo aquellos días
cuando ingenuamente jugueteaba
con el sombrero de mi abuelo,
quien ya anciano

recostado en su hamaca
se conformaba lamiendo el melao dulce
cuando brotaba de su trapiche legendario.
Mientras en el pueblo, por las noches,
se escuchaba una canción folclórica,
entre guayo y tambora.

Río sediento y extraviado,
te contemplo ansioso de escapar
de la horrible sequía que te acorrala
entre la hoguera
del monte agonizante y la tormenta.

Recuerdo aquellos días lejanos
de mi infancia,
cuando eras, más que un río risueño,
un manso reptil
serpenteando laderas y bohíos
extraviados campo adentro tras la serranía.
Eras sencillamente manso y a veces juguetón,
con tus aguas sin malicia,
cálidas como lágrimas
brotando del corazón de aquellos niños
que manoseaban con ternura
tu rostro húmedo y tranquilo.

Hoy pareces agonizar
bajo la tormenta que cual lágrimas rotas
se derraman bajo el cielo enmudecido.

Sencillamente
tú eras más que un río nostálgico
bajo los candentes rayos
de muchos días de calor.
Allí las mujeres y los niños del barrio
se arrojaban sin miedo a tu remanso,

y nos sentíamos entonces protegidos
con tus brazos sin arrugas.

Mientras llovía en verano y otoño,
tú, silencioso y tranquilo como siempre,
te paseabas, con marcha sinuosa
entre cactus y espinas,
por tu bulevar de arenas grises,
bajo el murmullo de las verdes palmeras
de la serranía.

Repito:
no eras otra cosa que un río manso
cual niño inocente nacido en plena cordillera;
y te alegrabas
cuando veías tantos labradores
somnolientos,
madrugando temprano a sus labranzas.

Fin.

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