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jueves, 12 de julio de 2012

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Aquellos días de mi adolescencia

Julio Gómez F.

(Autor Dominicano, Cabraleño)

Primera Parte.


¡Cuán breve es el tiempo para los mortales! Hoy observo que mis mejores días de oro --que son los años de mi adolescencia--, se ausentan fugazmente, igual que el vuelo indetenible de un ave sin retorno.


Eran aquellos, creo, los mejores momentos de mi vida.  De esta tierra de tantos hermosos recuerdos y tantos instantes de bondades, guardo infinitas e imborrables imágenes y vivencias infantiles, y también sueños y anhelos de tantos muchachos ansiosos de ser héroes y de adueñarse del mundo a cualquier costo.


De Cabral –este pequeño y antiguo territorio del sur dominicano, hoy poblado de varios miles de humildes gentes, niños, mujeres y hombres, muchos de ellos pescadores de tradición y labradores de la tierra feraz, que cual lienzo plateado y sin rostro dibujado, se extiende junto al lago dulce y legendario del sur de la Isla Hispaniola--… guardo de él en mi memoria --no sin enfrentar innúmeras adversidades generadas en las precariedades ambientales y culturales que se han interpuesto en la marcha de los años--, lo mejor que he logrado conservar en mi pensamiento de aquellos años, cuando apenas era yo un mozalbete y juguetón en las aguas del río Yaque, (río histórico y legendario del sur, por cierto); como también lo hacía en las norias de aguas dulces; tan abundantes en Cabral, a las que muchos vivientes de aquí suelen curiosamente denominarlas ”cabezas de agua”.

 
Y ¡dato tan curioso!, cada una de aquellas fuentes de agua rinconeras, tienen su propio nombre, también legendario y folklórico; como incluso y a juzgar por los más viejos del pueblo, entrañan tanto misterio que incluso poseen un alto poder medicinal y curativo.



Recuerdo que en mi niñez escuchaba las madrugadas los pasos lentos de un cansado, aburrido y no bien tratado caballo, que sumiso estiraba la carreta troteando lento por las estrechas calles del pueblo (especialmente en la principal), en las que con voz tenue y constante de arriero práctico (el barrendero del lugar), conocido y tratado por sus conocidos como “Pirito el hijo de Conejita”. Se trataba del único empleado que tenía nombrado el Cabildo para el aseo y la limpieza de la pequeña ciudad; se le oía entonces en las oscuras madrugadas darle òrdenarle a su obediente y sumiso animal. El barrendero tenia el deber, él sólo y sin ayuda de nadie, de religiosamente barrer y recoger la basura arrojada a las callejas por las poco abundantes familias citadinas, quienes apenas entendían un poquito del valor y el significado de la higiene y la salud pública, y de asear el área céntrica del pintoresco y folklórico pueblo rinconero.

(Próximo número en una semana) 

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